martes, 1 de febrero de 2011

Zorra. Así, sin más. Fue lo primero que me vino a la cabeza nada más verte. También habían sido las últimas palabras que tus labios pronunciaron sobre mí. A mis ojos eras el arrogante hijo de puta más guapo de todo el aeropuerto. Para el resto, únicamente, el tío bueno, de casi dos metros, que estaba esperando entrar al ascensor.

El destino es un auténtico bastardo. De repente, se abren las puertas y ahí estás, con esa sonrisa tan jodidamente perfecta que siempre has tenido. Maldigo a tu madre por todo el dinero que se dejó en la perfección de tu boca, entre otras muchas cosas. Vas dejando que salgan uno a uno. No me quitas el ojo de encima. ¡Qué tonta soy! ¿Qué vas a hacer si no?

Mientras las puertas se cierran, por desgracia, porque claramente suerte no es, entras. Respiras profundamente. Entonces me doy cuenta de que no has cambiado nada. Sigues observándome de la misma manera que cuando me metía contigo en la cama. De arriba abajo. Lentamente. Despacio. Repasando los recovecos de mi piel, como si tus ojos fueran tus manos. Te muerdes el labio. Sabes que si me tocas se rompe la magia. Sigues mirándome. Vuelves a respirar hondo. Sigo oliendo igual que entonces. Me gusta jugar. ¿Quieres? Vamos a ello. Me muevo. Paro el ascensor. Suena la alarma. Sonrío. Sí, con esa inevitable sonrisa pícara, juguetona, sexy que solía ponerte. Te acercas. Me giro. Vuelve a ponerse en funcionamiento. Se abren las puertas. Salgo, con la cabeza bien alta y las bragas en su sitio.
Si soy una zorra, debo comportarme como tal ¿no opinas lo mismo?

No hay comentarios:

Publicar un comentario